La luz del flexo enfocaba el sillón de lectura, el resto del despacho estaba en
penumbra, y la ventana mostraba que la tarde era de un gris azulado, augurando otro
día de esa llovizna ubicua que te moja, con paraguas o sin él, y te deja el
alma triste.
El sillón estaba ocupado por un hombre de mediana edad, barba de tres días con
algunas canas y unas gafas graduadas de estilo Lennon. En su regazo reposaba un
libro antiguo de páginas amarillentas con escritos en tinta roja. En la página
abierta el título rezaba “Ars Goetia”, y seguía una larga lista de nombres como
Asmodeus, Belial o Astaroth.
El profesor Cornelius Floavert estudiaba libros oscuros, libros imposibles, libros
que no existían. Los había leído casi todos, desde “El libro de Eibon” a “De Vermis Mysteriis”, pasando por los
“Manuscritos Pnakóticos”.
Pero
había un libro que todavía no había podido estudiar, uno del que ya dudaba de
su existencia, el que muchos llamaban “La Ley de los Muertos”.
Enfrascado
como estaba leyendo el arte de la brujería, analizando cada unos de los 72
demonios allí anotados, no escuchó el ligero ruido a su izquierda. Pero su
visión periférica captó el sobre que alguien coló bajo la puerta.
Sabía
que por mucha prisa que se diese, no vería al mensajero, que tan solo sería
alguien pagado por el autor de la misiva. Así que cerró el libro con cuidado,
lo depositó en la mesita frente al sillón, y se levantó, con el típico quejido
de quien ya empieza a sentir en las articulaciones el paso del tiempo y la
humedad del clima.
El
sobre, de suave color beige, estaba lacrado, algo que ya no se veía mas que en
las películas de tiempos antiguos. Curiosamente el lacre no era rojo sino
negro, y en lugar del típico sello con escudo nobiliario, mostraba lo que
parecían ser varios pentagramas entrelazados.
El
papel en su interior solo tenía dos líneas escritas en rojo sangre. En la
primera línea aparecían unas coordenadas (42º 40’ 5” N y 70º 53’ 51” O), y en la segunda, con un
trazo irregular, un nombre, que parecía de origen árabe, algo así como Zahr-ad-Din.
Aunque
la grafía era extraña, se parecía a un apellido imposible, lo mismo que la imagen del sello en
el lacrado del sobre. Tenía que ser una broma estúpida de alguno de sus
alumnos, que sabían de su debilidad por ese libro.
Sin
embargo…, sin embargo, tenía el presentimiento de que el sobre era auténtico,
ninguno de los imberbes “biebercillos” que poblaban el campus de la universidad
de Syracuse hubiera usado el apellido en su grafía más desconocida, en su lugar
habrían escrito el más común, Al-Hazred.
Le
quedaban varios días de vacaciones ese año, como cada año, así que la idea de
un
road trip le apetecía bastante,
tenía que comprobar en el mapa donde le llevaría esa aventura.
A
la semana siguiente, una vez reorganizadas las clases con el visto bueno del
rector, hizo una pequeña maleta, la puso en la trasera de su BMW i8 Spyder,
encendió el navegador, y salió derrapando mientras gritaba “¡Arkham, allá
voy!”.
Varios
días y muchas millas más tarde estaba en Nueva Inglaterra, en el condado de
Essex, de camino a un lugar arcano e inexistente. El extraño mensaje que
recibió la semana anterior le invitaba a descubrir ese libro y le indicaba unas
coordenadas muy concretas. Su navegador entendía esos datos además de los
nombres de ciudades y calles, pero insistía en que en el destino, unas millas al
norte de Salem, no había ningún pueblo.
Un
par de millas después de dejar Salem por la ruta 107, Cornelius llegó a ver un
letrero que ponía Innsmouth, Pop 108, aunque no vio ningún desvío, ni llegó a
ver nunca ese pueblo. No le importó demasiado, ya que no soportaba el pescado
crudo, y menos aún si éste caminaba por las calles.
Al
llegar al cruce de Aylesbury tuvo especial cuidado para no tomar el desvío
incorrecto, y giró a la izquierda cuando el navegador le sugirió la derecha, así
consiguió evitar el pueblo de Dunwich y no encontrarse con el Dios de las burbujas
brillantes, con alguien tan dado a los sacrificios humanos es un riesgo estar
muy cerca, por mucho conocimiento que te pueda regalar si está de buenas.
Viniendo
de Innsmouth, el navegador le hizo cruzar el río y entrar en la ciudad por la
calle West, para luego hacerle girar a la izquierda en la calle Church,
aparcando delante de la universidad.
Casi
no lo podía creer, el lugar realmente existía y él estaba allí, y si ese allí
existía, entonces…, entonces el libro también, y en breve podría leerlo y
descifrar sus conjuros. Temblaba de anticipación, temblaba de excitación, y
temblaba de frío.
Lejos
quedaban los infructuosos viajes a Buenos Aires, Paris o Harvard, donde no
había encontrado más que entradas falsas en las fichas de sus bibliotecas, con
signaturas topográficas apuntando a estanterías inexistentes. Por no hablar del
inútil viaje a California, donde un surfista se las dio de bromista añadiendo
una entrada en la sección de religiones primitivas donde, por descontado, no
existía ningún libro como el indicado.
Pero
esta vez no había ninguna duda, estaba en un lugar que no existía, así que por
fuerza el libro imposible debía ser real y estar cerca de donde él estaba, a
las puertas de la Universidad de Miskatonic.
Subió
los escalones de la entrada lentamente, cada paso como una reverencia, y cruzó
las inmensas puertas abiertas con cierto miedo a que se cerrasen con él en medio.
Caminó sin rumbo fijo por el inmenso lugar, sus pasos resonando en el silencio.
El
silencio…, desde que había cruzado el río el silencio se había hecho el amo y
señor, ningún pájaro piando, ningún perro ladrando, ningún niño gritando. Claro
que tampoco se veían pájaros, perros o niños. Ni siquiera la brisa movía los
árboles de hojas polvorientas, solo se oían sus pasos y el latido de su
corazón.
Tampoco
se oía ni veía a nadie por los pasillos de la universidad, y sin embargo no
parecía un lugar muerto, era como si lo hubieran abandonado hacía escasos
minutos. Al pasar al lado de un aula con la puerta abierta, Cornelius incluso
pudo ver el polvo de tiza cayendo de la pizarra, donde se podía leer Prof. Al-Hazred,
y debajo, Cthulhu 101.
Al-Hazred,
¡era quien le había enviado la invitación la semana anterior! ¡Dios mio!, ¡era
alguien real!, ¡existía! Tenía que encontrar su despacho, estaba convencido de
que el libro estaría allí, seguramente en una urna de cristal y con un conjuro
de protección.
Subió
lentamente las escaleras de mármol negro hasta el segundo piso, casi
conteniendo la respiración, expectante, y siguió las indicaciones hasta el ala
de literatura fantástica. Primero pasó por el despacho de un desconocido Prof.
Esteban Reyes, luego por el de un tal Prof. Edgar Crow, y finalmente encontró el
despacho que buscaba, el despacho del Prof. Abdallah Zahr-ad-din.
Cornelius
tenía la boca seca y el corazón le palpitaba acelerado desde hacía rato. Pero
al poner la mano en el picaporte las pulsaciones se redoblaron, y la
expectación dejó un resquicio al miedo a lo desconocido, y ése miedo atávico se
instaló en su alma.
Mientras
abría la puerta del despacho del profesor, el silencio sepulcral de las últimas
horas dejó de ser silencio para ser otra cosa, un extraño y sordo zumbido que
parecía llegar de todas partes y hacerse sentir en todo el cuerpo, como si todo
él vibrase. Ajeno a ese zumbido, Cornelius se sentía a escasos momentos del
summum de sus investigaciones, y una
fuerza parecía guiarlo hacia la penumbra del fondo de la sala.
El
libro estaba protegido por una urna de cristal, tal como Cornelius había
supuesto. Era bellísimo, con una tapa de cuero marrón desgastado por los
siglos, con bordes negros y con un cierre tachonado con estrellas plateadas, más
unos extraños pentagramas superpuestos y algunos símbolos que desconocía.
Mirándolo más de cerca, confirmó las sospechas que se tenían, aquello no era
cuero, la tapa era de piel humana curtida. Así que lo más probable es que
también fuese cierto el que sus páginas fueron escritas con sangre humana.
Cornelius
se puso de caras a la urna, con los brazos extendidos como en una invocación y
cerrando los ojos recitó, en perfecto castellano antiguo:
“De los Primeros Engendrados,
escripto está que esperan siempre al unbral de la Entrada, é la dicha Entrada
se encuentra en todas partes é en todos tienpos, ca Ellos non conosçen tiempo
nyn lugar, sino esisten en todo tiempo é en todo lugar, a la ves é syn
paresçer, é los ay dEllos que tomar pueden diferentes Fformas é Maneras, é
revestir una Fforma dada é un Rrostro sabido”
Al
acabar la invocación, la urna había desaparecido, y el libro aparecía abierto,
mostrando una página con unas frases que Cornelius identificó como sumerias.
Dando
tres veces la vuelta sobre si mismo, Cornelius Floavert escribió en el libro un
anagrama con su apellido y la inicial de su nombre, y acto seguido se dispuso a
recitar el conjuro en voz alta:
! Oh Tú que moras en la oscuridad del Vacío Exterior! Acude a la
Tierra una vez más, Yo te lo ruego.
¡Oh Tú que habitas más allá de las Esferas del Tiempo! Escucha
mi súplica.
¡Oh Tú que eres la Puerta y el Camino! ¡Acude! ¡Tu sirviente te
llama!
¡BENATIR! ¡CARARKAU! ¡DEDOS! ¡YOG-SOTHOTH! ¡Acudid! ¡Acudid!
¡Pronuncio las palabras, Rompo Tus vínculos, el Sello ha sido apartado, pasa a
través de la Puerta y penetra en el Mundo; he hecho tu poderoso Signo!
¡Zyweso,
wecato keoso, Xunewe-rurom Xe-verator, Menhatoy, Zywethorosto zuy. Zu-rurogos
Yog-Sothoth! Orary Ysgewot, ho-mor athanatos nywe zumquros, Ysechyroro-seth
Xoneozebethoos Azathoth! ¡Xono, Zu-weret, Quyhet kesos ysgeboth Nyarlathotep!
Zuy rumoy quano duzy Xeuerator, YZHETO, THYYM, quaowe xeuerator phoe nagoo,
Hastur!
¡Hagathowos
yachyros Gaba Shub-Niggurath! ¡Meweth, xosoy Vzewoth!
¡TALUBSI! ¡ADULA! ¡ULU! ¡BAACHUR!
¡Acude Yog-Sothoth! ¡Acude!
El
rumor fue subiendo de frecuencia, ahora se trataba de un zumbido inconfundible,
no porque Cornelius lo hubiera escuchado nunca sino porque había leído sobre
los
djins y así era como se decía que
sonaban. Su palidez evidenciaba ese conocimiento en la forma del más absoluto
terror, aunque en sus ojos brillaba la felicidad al haber comprobado la
realidad de aquel libro.
De
sus páginas brotó, zumbando cual enjambre de mosquitos, un remolino gris, que
envolvió a Cornelius y lo hizo desaparecer entre gritos que evidenciaban el
dolor de quien sigue vivo mientras se hace pedazos y se enfrenta al misterio final
de la entropía.
Los
gritos desaparecieron en el remolino, el enjambre volvió al libro, cerrándolo,
y formando sobre la tapa las palabras Kitah Al-Azif, devolviendo el sepulcral silencio
a la ciudad de Arkham.
Mientras
sucedía todo eso, deliberadamente ajeno a todo ello, Yog-Sothoth se entretenía viendo
la Super Bowl desde un pub en Dunwich. Ser omnisciente no permitía saber el azaroso
resultado de un partido, pero ciertamente si permitía saber cuando un vanidoso mortal
invocaba de forma incorrecta a un Dios Exterior.