El Grinch era una
criatura peluda y gruñona con un corazón "dos tallas encogido", un
zapato demasiado apretado y un tornillo mal ajustado, que vivía en una cueva en
lo alto de una montaña de 3000 pies al norte de Villaquién, el hogar de los
felices Quien.
La ciudad de Villaquién se encuentra en una mota de polvo, encima de una flor de trébol según unos, dentro de un copo de nieve según otros. Pero en realidad ambas son pistas falsas dejadas por agentes de la TSG encargados de evitar que alguien les encuentre.
Puede que os preguntéis
como sé que son pistas falsas. Puede que no os lo preguntéis porque os la refanfinfla.
Puede que nadie llegue nunca a leer esto. Así que no sé qué narices estoy
haciendo. Pero me aburro después de la siesta, hace frío, y pensé que quizás
valía la pena contar la historia.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí!
Os decía que el Grinch era un cascarrabias. Un gruñón de color verde, pero no
de un bello verde lima, ni del verde de una manzana ácida, ni del luminoso verde
de algunas especies de rana, no, era un sucio verde oscuro. Tan gruñón era que
el propio color verde se ocultaba de él mismo y muchas veces aparecía como un
peludo bicho de color gris. Vamos, una criatura de lo más desagradable.
Pues el Grinch, que en
realidad se llamaba Paco, odiaba. Lo odiaba todo, el sol por las mañanas porque
lo despertaba, la luna por las noches porque lo desvelaba, los árboles de
Villaquién cuando salía de su cueva, el cantar de los pájaros en la mañana, el
susurro del viento o el silencio cuando no hacía viento.
De todas las cosas que Paco
odiaba, lo que más, lo que más, odiaba a los niños, en especial cuando estos se
ponían a jugar. Y de los juegos de los niños, lo que peor llevaba era cuando
jugaban la mañana de Navidad, después de abrir los regalos en los calcetines
colgados en la chimenea y los que había bajo el árbol iluminado.
Así que se ponía gris
depresivo y luego verde, un verde que en el fondo vosotros y yo sabemos era de
envidia, por no poder sentir lo que sentían los niños, porque su corazón era
dos tallas menos y su sangre no le regaba el cerebro, con lo que su cerebro
pensaba lo justo para no ser un vegetal, y su corazón no daba para sentimientos
salvo el odio a todo.
La noche antes de Navidad
Paco se montó en su trineo y bajó de la montaña hasta la ciudad a robar todo lo
que hacía que la Navidad fuese alegre. ¡Así, solo por dar por saco!
Se llevó los regalos
dejando una nota en los calcetines que ponía “¡Aquí había un regalo fantástico,
lo acabo de quemar!”, no se llevó la comida que había en la nevera, pero la
dejó abierta para que todo se pusiera malo, se llevó la leña de las chimeneas,
echó miel y harina en las sábanas de todas las camas, vamos, una diversión de
odio que le hacía reír a cada rato, con una risa sarcástica y odiosa que no
hace falta describa porque la estáis escuchando ahora mismo.
Al llegar a la última
casa al sur de la ciudad, Paco entró con la misma idea, la de robar los
regalos, dejar abierta la nevera, llevarse la leña y echar miel y harina en las
camas.
Pero al entrar en la
cocina se dio de bruces con una niña, y eso lo cambió todo.
Por exigencias de
confidencialidad firmadas con la agencia TSG no os puedo decir quién era la
niña, ni siquiera su nombre, así que la llamaremos Katiuska porque la sonoridad
me gusta y como soy yo el que cuenta la historia tengo ese derecho.
Dejadme que os explique
por qué motivo Katiuska lo cambió todo. Mientras Paco era un ser verde-gris que
lo odiaba todo y tenía un corazón dos tallas menos, ella era un ser de un bello
color azul que no sabía otra cosa que amar y tenía un corazón tan grande que
ocupaba todo su cuerpo desde el cuello a los pies.
Lo que pasó ese día se
convirtió en leyenda, y fue algo en apariencia sencillo, a la vez mágico, casi
imposible pero inevitable. La niña miró a Paco con unos ojos de un verde casi
transparente, en realidad le miró desde su alma, y los negros ojos de él vieron
ese abismo de amor inmenso, y su corazón colapsó, palpitó y empezó a crecer.
Cada dos latidos su
corazón temblaba y entonces crecía un poco más, al cabo de un minuto y medio ya
era de tamaño normal. Pero la niña seguía mirándolo desde su alma, y Paco
seguía con el corazón creciendo y bailando samba, aunque no sabía.
Hasta que su corazón fue
tres veces mayor, y ya no le apretaban los zapatos.
Entonces Paco emitió un
suspiro, después un gemido que se convirtió en lágrimas, y empezó a llorar todo
lo malo que llevaba dentro, cada dos sollozos y medio le daba un hipo, y luego
de un par de hipidos la niña le sonrió, y Paco dejó de tener hipo y pasó a
llorar a la vez que reía, y cada vez reía más, aunque hubiese lágrimas, y
pronto las lágrimas ya no le quemaban, sino que eran dulces, y llorar estaba
bien.
Entonces el verde-gris de
su piel se convirtió en un luminoso azul, y sus ojos negros cambiaron a un
adorable color avellana. Su sonrisa sarcástica cambió a una sonrisa dulce. Su
pose encorvada y torcida paso a ser erguida y equilibrada.
Esa misma noche devolvió
todos los regalos y la leña, arregló todas y cada una de las neveras, llevó
comida a todo el mundo, y lavó las sábanas de todas las camas de todas las
casas. Desde esa Navidad Paco ya no quiso le llamasen Paco “el Grinch” sino
Paco “el Blues” porque al convertirse en un ser azul descubrió la belleza de esa
música melancólica que te llega al alma cuando la tienes abierta al amor.